sábado, 31 de julio de 2010
REACCIONES CARPETOVETÓNICAS
Las corridas de (correrlos) toros bravos, es uno de los espectáculos más remotos de la vieja Europa. La lidia del toro bravo, una de las manifestaciones (más civilizada, por supuesto más que otras aún perviviendo en el vestusto, para muchas cosas, continente nuestro) artísticas y celosamente cuidada de España (exportada a Portugal, Francia, y al continente americano).
Claro, luego vendrán los necesarios matices que demanda tal aseveración; el problema será si aparece bajo el signo carpetovetónico, para oponerse o proselitar, en función de la huella dejada por ésta en nuestra vida para bien o para mal, porque (la infancia que a algunos nos tocó vivir; precaria a todas luces por aquellas calendas, no daba a los niños ocasión de ocupar el tiempo de ocio en los dibujos animados de la caja tonta, play stacion, wii, ni otros tantos artilugios cibernéticos que nada más tener que mencionarlos me pone de los nervios; no sé deletrearlos, y menos pronunciarlos correctamente. En cambio, enmedio de la calle, jugar a la pelota con una bola de trapo o papel, casera; a las canicas; al trompo, o, cuando nos sintíamos inspirados, con una franela más o menos carmesí y rudimentario estaquillador, convertir la plazuela en una anárquica escuela de aspirantes a profesar el arte de torear, que emplazaba a ser voluntariamente más disciplinado, psiquis y soma, imitando a los maestros taurinos unas veces y otras haciendo la función del bravo astado, ¡cómo olvidarlo!, era cosa de afortunados), en realidad cuando se conoce al toro se le termina amando.
Apuntarse al frente de los que hacen el panegírico de esta singular fiesta es fácil porque existen contundentes razones ancestrales que la describen con pasión y, en muchos casos, poesía, retrotrayéndose al siglo XVIII y hasta hoy, cuando empiezan a destacar figuras como el rondeño Paco Romero, y después sus vástagos; el más famoso Pedro, haciendo un elegante juego, con el noble animal, que ya no tiene nada que ver con la primitiva y bullanguera fiesta que celebra el pópulo, de la que en el siglo XXI queda constancia fehaciente incluso en la civilizada Cataluña, sin que los próceres locales se rasguen el sayo, relacionándose con el selecto noble bruto sólo para darle la tabarra zahiriéndolo, y a ser posible siendo más brutos. Y eso, no es. Como tampoco defenderla por el dinero que su práctica mueve; para qué mencionar el dinero que mueven otras actividades menos confesables y no recomendables, mire usted.
Ahora bien, querer que las corridas de toros, forzosamente, tenga que gustar a quienes no tienen más referencia de la fiesta que las imágenes que, con el tiempo se han ido colando en la sala de estar de una sociedad acomodada, ofrecidas en primer plano por la televisión, salpicando sangre al televidente, es otra cosa. Así, yo también me niego a continuar con el espectáculo. No obstante, protestando por su difusión en las cadenas de teuve públicas, no me posicionaré, y se lo afeo a quien lo haga, para impedir a quien por su afición, sacando su localidad, considere oportuno fomentar la Fiesta de los Toros y, con su libertad, sostenerla sin forzar a nadie.
Tal vez, algún día; perdidas las románticas referencias, el espectáculo taurino quede relegado a testimonios gráficos y pictóricos en los museos del ramo; y los toros bravos limitados a parques, porque la imagen de los niños jugando al toro, en la plazuela, ya no se ve.
Claro, luego vendrán los necesarios matices que demanda tal aseveración; el problema será si aparece bajo el signo carpetovetónico, para oponerse o proselitar, en función de la huella dejada por ésta en nuestra vida para bien o para mal, porque (la infancia que a algunos nos tocó vivir; precaria a todas luces por aquellas calendas, no daba a los niños ocasión de ocupar el tiempo de ocio en los dibujos animados de la caja tonta, play stacion, wii, ni otros tantos artilugios cibernéticos que nada más tener que mencionarlos me pone de los nervios; no sé deletrearlos, y menos pronunciarlos correctamente. En cambio, enmedio de la calle, jugar a la pelota con una bola de trapo o papel, casera; a las canicas; al trompo, o, cuando nos sintíamos inspirados, con una franela más o menos carmesí y rudimentario estaquillador, convertir la plazuela en una anárquica escuela de aspirantes a profesar el arte de torear, que emplazaba a ser voluntariamente más disciplinado, psiquis y soma, imitando a los maestros taurinos unas veces y otras haciendo la función del bravo astado, ¡cómo olvidarlo!, era cosa de afortunados), en realidad cuando se conoce al toro se le termina amando.
Apuntarse al frente de los que hacen el panegírico de esta singular fiesta es fácil porque existen contundentes razones ancestrales que la describen con pasión y, en muchos casos, poesía, retrotrayéndose al siglo XVIII y hasta hoy, cuando empiezan a destacar figuras como el rondeño Paco Romero, y después sus vástagos; el más famoso Pedro, haciendo un elegante juego, con el noble animal, que ya no tiene nada que ver con la primitiva y bullanguera fiesta que celebra el pópulo, de la que en el siglo XXI queda constancia fehaciente incluso en la civilizada Cataluña, sin que los próceres locales se rasguen el sayo, relacionándose con el selecto noble bruto sólo para darle la tabarra zahiriéndolo, y a ser posible siendo más brutos. Y eso, no es. Como tampoco defenderla por el dinero que su práctica mueve; para qué mencionar el dinero que mueven otras actividades menos confesables y no recomendables, mire usted.
Ahora bien, querer que las corridas de toros, forzosamente, tenga que gustar a quienes no tienen más referencia de la fiesta que las imágenes que, con el tiempo se han ido colando en la sala de estar de una sociedad acomodada, ofrecidas en primer plano por la televisión, salpicando sangre al televidente, es otra cosa. Así, yo también me niego a continuar con el espectáculo. No obstante, protestando por su difusión en las cadenas de teuve públicas, no me posicionaré, y se lo afeo a quien lo haga, para impedir a quien por su afición, sacando su localidad, considere oportuno fomentar la Fiesta de los Toros y, con su libertad, sostenerla sin forzar a nadie.
Tal vez, algún día; perdidas las románticas referencias, el espectáculo taurino quede relegado a testimonios gráficos y pictóricos en los museos del ramo; y los toros bravos limitados a parques, porque la imagen de los niños jugando al toro, en la plazuela, ya no se ve.
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